LA ADQUISICIÓN DE LA TEMPORALIDAD EN EL HOMBRE
El hombre es a sí mismo el objeto más maravilloso
de la naturaleza; pues no puede concebir qué es el cuerpo, menos aún qué es
la mente, y menos que todo cómo estará unido el cuerpo a la mente.
BLAS PASCAL |
Si a nosotros nos mostraran el ser una sola vez,
quedaríamos aniquilados, anulados, muertos. En cambio el tiempo es la dádiva
de la eternidad. La eternidad nos permite todas esas experiencias de un modo
sucesivo.
J.L. BORGES |
El tiempo madura todas las cosas. Ningún hombre
nace sabio.
MIGUEL DE CERVANTES |
Nosotros no recordamos días, sino momentos.
CESARE PAVESE |
EL HOMBRE del mundo occidental siente que
su vida transcurre en lo que podemos llamar tiempo del sentido común, que
fluye, según lo cree, de manera lineal del pasado al presente y de ahí al
futuro; en esa idea están implicadas las nociones de irreversibilidad, duración
y periodicidad. Sin embargo, el niño no posee al nacer este esquema temporal,
sino que lo va adquiriendo durante los primeros años de su vida a través de su
crianza, de las costumbres de su ambiente y del lenguaje, y a medida que es
sometido a las normas, leyes y convenciones de la cultura. En el presente
capítulo discutiremos de qué modo el niño es ubicado en una cultura que incluye
la concepción de un tiempo que fluye. Por ello, nuestra exposición se referirá,
en primer lugar, a los modelos psicoanalíticos que tratan de explicar los
vestigios más primitivos del tiempo en el sujeto y, posteriormente, a las
contribuciones de Jean Piaget sobre la adquisición de la temporalidad en el
niño.
No tenemos indicios de que el feto capte alguna
forma de temporalidad. Suponemos que vive en una especie de estado estacionario
en que el tiempo no tiene una dirección preferencial, y en el que los
acontecimientos biológicos oscilan simétricamente alrededor de un optimo
homeostático regulado por su madre (Blanck-Cereijido, 1983). Por supuesto, el
feto sufre desequilibrios que lo impulsan a lo largo de todas las etapas de
gestación, pero estos se desarrollan en periodos demasiado largos compara
sospechar que puedan dar origen a un sentido temporal. cuando el niño nace, las
condiciones cambian: el estado de causiequilibrio fisiológico de la vida fetal
se rompe, y el traumatismo del parto causa una situación de angustia tan severa
que se ha llegado a pensar que toda angustia posterior, incluso la de la vida
adulta, la vuelve a evocar de alguna manera. Esa angustia del nacimiento
duraría desde que se rompe la relación intrauterina con la madre hasta que el
recién nacido tiene por fin la primera inspiración. Ese lapso, esa experiencia
traumática, posee características de temporalidad por dos razones: dura y tiene
dirección. Por ello, Liberman (1955) opinó que el sentido del tiempo comienza a
estructurarse en el canal uterino.
Así y todo, la noción temporal es casi inexistente
en el recién nacido. Aunque el niño ya depende de una fuente de suministros
externa, la unión que mantiene con la madre tiene carácter simbiótico, lo cual
le permite sentirse como si fuera uno con esa madre que cuida de él, y en
consecuencia, engendrar una fantasía de omnipotencia.
Pero, en cambio, las demandas de alimento del niño
y las demoras que le son impuestas en la satisfacción son generadoras de su
sentido temporal, porque son necesidades periódicas que se incrementan a medida
que es mayor el tiempo que lleva calmarlas. En consecuencia, el ciclo
hambre-alimento-satisfacción-hambre-alimento.etc., es fundamental para generar
la noción temporal: los momentos de demora en la satisfacción son una brecha en
la omnipotencia atemporal del bebé y lo van poniendo en contacto con la
realidad. Por otro lado, toda situación que proporcione sensaciones
cinestésicas (ritmo respiratorio, actividad cardiaca, etcétera) y cualquier
otra fuente de señales periódicas que el niño pueda percibir, aun de modo inconsciente,
contribuyen a la diferenciación de intervalos y son también precursoras del
sentido del tiempo (Colaruso, 1979).
Cuando el bebé logra saciar su hambre y sentirse
confortado por la cercanía del pecho materno, va configurando lo que se dio en
llamar "la experiencia de satisfacción" (Freud, 1900). De acuerdo al
mismo modelo, la demanda del niño evocará más tarde esa satisfacción de un modo
alucinatorio, es decir que creará en su mente la imagen del pecho materno. Esto
sucede en los momentos tempranos de la vida, periodo en el cual las operaciones
psíquicas estarían gobernadas por el principio del placer, y cuando aún no hay
conciencia de un decurso temporal. Pero la satisfacción alucinatoria termina
por agotarse, y al tratar entonces de reemplazarla por una satisfacción más
duradera, el niño pone en movimiento la atención, la memoria y el pensamiento,
funciones que, aunque recién adquiridas, le permiten producir ciertas
modificaciones en el mundo externo, tales como hallar el modo de llamar a la
madre y de conseguir su ayuda. Cuando esto ya sucede, decimos que el aparato
psíquico comienza a funcionar bajo el principio de realidad. En este momento ya
existe la mediatez, la espera, la demora, la temporalidad.
Pero la demora y la falta de satisfacción tienen
otra consecuencia: dan origen primero a la alucinación y después al
pensamiento. Como el pensamiento opera con palabras, es necesario hacer alguna
referencia, aunque somera, a la génesis del lenguaje. Lacan (1957) sostiene que
el ser humano se construye como sujeto a través de las palabras que le llegan
desde otra persona. Estas palabras aparecen cuando hay una ausencia y tienden a
suplirla; dicho de otro modo, cuando algo falta en la realidad vienen las
palabras que lo nombran. Cabe preguntar, entonces, por qué existen tales faltas
y tales ausencias o, mejor dicho, que quieren decir. Como lo mencionamos en el
capítulo anterior, en nuestras culturas hay por lo menos una ley que estructura
las relaciones familiares y prohíbe que el deseo de la madre sea colmado por su
hijo, lo cual condiciona la relación entre ambos. Esta ley, que en un sentido
genérico es una función restrictiva paterna, vincula así la paternidad tanto
con la restricción como con el límite impuesto a la
satisfacción. A su vez, el límite en la satisfacción dará origen al deseo
inconsciente, responsable de la constante búsqueda del objeto perdido, y
también de que el sujeto abandone el principio del placer. En el momento en que
deja de regirse por el principio del placer (bajo cuya primacía alucina lo que
desea) y comienza a regirse por el principio de realidad, el niño se sitúa en
otro plano para obtener satisfacción y trata de modificar la realidad externa.
De este modo, la restricción desempeña un papel fundamental en la
estructuración de la mente del niño, tal como lo había desempeñado en la
estructuración de todos los niveles jerárquicos inferiores a que nos referimos
en el capítulo I.
En la tercera semana de vida los ritmos horarios
del bebé indican cierto reconocimiento del día y la noche; la madre trata en
ese momento de adaptarlo a los horarios diurnos. Así, lo que era biológico se
transforma en psicológico y está muy coloreado por la relación con la madre.
Los precursores biológicos del sentido del tiempo (ritmo cardiaco, respiratorio,
ciclos de peristaltismo intestinal, etcétera) ya no se viven de un modo
objetivo, sino que forman parte del intercambio afectivo del niño con su madre.
Al inicio, el tiempo del bebé es infinito y está
compuesto de instantes separados y discontinuos. A los pocos meses, el
desarrollo neurológico y social del niño hacen que comience una etapa de gran
progreso cognitivo y motor, que le irá cambiando su sentido del tiempo. Entre
el año y medio y los tres años, el foco de interés del bebé se traslada a los
esfínteres y a la posibilidad de controlarlos. A esa edad, sus condiciones de
maduración y el interés de la madre en que el niño se adapte lo ponen en
posibilidad de adquirir hábitos de limpieza. Ahora, el tiempo está conectado
con sensaciones y afectos, asociados a su vez a un colon o a una vejiga llenos.
Por fin, el niño adquiere un control consciente de los esfínteres, ya puede
manipular los intervalos de tiempo, lo que da lugar a las nociones de control
sobre el cuerpo, pero también sobre el medio que lo rodea y sobre el tiempo. No
obstante, cuando comienza el aprendizaje del control esfinteriano el niño debe
entregar su recién adquirido dominio del tiempo, resignándose a perder sus
contenidos bajo las órdenes de la madre, quien establece cuándo y por cuánto
tiempo debe usar el baño, cómo distribuye sus actividades motrices, cuándo
duerme y cuándo come. Si, como suele suceder, el niño se identifica con la
madre en sus funciones de control, podrá concebir que el manejo del tiempo le
concede la posibilidad de manejar el medio familiar. En resumen, tal podría ser
el origen de las fantasías de control del tiempo, de la vida y de la muerte que
se encuentran más tarde en el adulto.
Entre los cuatro y los doce meses, el niño comienza
a usar objetos transicionales. Esta expresión fue creada por
Winnicott (1957) para designar objetos queridos por el niño, juguete o mantita
al que recurre cuando se siente solo, triste o separado: es una especie de
intermediario entre él y su madre, pero que el niño puede manipular. Jugar con
este objeto le da una oportunidad de elaborar su experiencia con el espacio,
con el tiempo, con las apariciones y ausencias de la madre, lo que le permite a
su vez crear una memoria de experiencias vividas que se proyectan en el espacio
cuando juega con su osito o su mantita. Estas representaciones, que tienen un
carácter intermedio entre lo interno y lo externo, le ayudan a formar otras
representaciones psíquicas más estables, que funcionan como puentes durante las
ausencias del objeto amado. Las experiencias del niño son ahora menos
fragmentarias, puesto que puede establecer conexiones entre el pasado y el
presente. Volveremos sobre este punto en el capítulo VII, al referirnos a las
observaciones de Freud sobre el juego del Fort-da.
La diferenciación entre su yo y el mundo externo,
el comienzo de la simbolización y del lenguaje y la aparición de la memoria,
darán mayor estabilidad a sus representaciones psíquicas y afianzarán por fin
su propia identidad. A esta altura, el niño puede conservar de modo más regular
la representación mental de su objeto querido: ya no se desespera durante sus
ausencias, porque puede evocarlo. Ello le permite percibir duraciones y
continuidades, el tiempo se le convierte en un flujo de sensaciones que tienen
un sentido unitario que trasciende las diferencias de contenido de cada
instante.1
El desarrollo de la temporalidad en el individuo
fue estudiado por Jean Piaget desde una óptica diferente. Para empezar,
considera la noción de tiempo como un elemento de lo real en el niño, pero
también sostiene que en psicología el apriorismo kantiano, que postula la
existencia de la intuición temporal, carece de validez, pues las nociones que
son aparentemente primarias para los adultos aparecen en un niño después de
un largo trabajo de construcción. En La construcción de lo real en el
niño, Piaget (1976) afirma que motricidad y cognición se complementan,
puesto que el sujeto conoce al mundo y a sí mismo a través de la acción.
"La inteligencia —dirá más adelante— surge en el contacto con las cosas,
organiza al mundo organizándose a sí misma." Correlativamente, las
nociones de objeto, causalidad, espacio y tiempo se elaboran de manera
simultánea e interdependiente. Las relaciones causales implican un orden en el
tiempo: causa antes, efecto después; las dos cosas —casualidad y tiempo—, por
lo tanto, tienen un origen común.
Para Piaget, el pensamiento es un proceso refinado
y flexible de prueba y error, que no depende de actitudes automáticas
aprendidas ni reflejas. Existen, según él, cuatro etapas en el desarrollo
cognitivo. La primera, sensorio-motriz, cubre los dos primeros
años de vida y está caracterizada por una inteligencia empírica y no verbal; el
niño experimenta con objetos y conecta las nuevas adquisiciones con las
anteriores, aprendiendo así de su propia experiencia. En la segunda etapa,
preoperacional, de los dos a los siete años, los objetos de la percepción son
representados por palabras, el niño manipula experimentalmente en su mente las
palabras de la misma manera en que antes manipulaba los objetos. En la tercera etapa,
de los siete a los doce años, comienza a realizar operaciones lógicas y
clasifica objetos por sus similitudes o diferencias. En la última etapa,
de los doce años hasta la adultez, el individuo comienza a utilizar operaciones
lógicas formales y el pensamiento se transforma en una especie de
experimentación más flexible.
Tanto el espacio como el tiempo están presentes en
toda percepción, que es extensa y tiene duración, aunque en el niño la duración
está lejos aún de la temporalidad adulta. Al principio, el tiempo para el niño
es igual a la duración psicológica de sus actos; después va a establecer una relación
de esta duración con los hechos del mundo externo y, por último, incluirá sus
actos en la serie de sucesos rememorados, formando la historia de su medio,
convirtiendo al tiempo en la red que ensambla la estructura objetiva del
Universo.
Como Piaget asocia el desarrollo de la temporalidad
a los estadios del desarrollo de la inteligencia sensoriomotriz, convendría
revisar ahora, muy brevemente, en qué consiste la noción de tiempo en
cada uno de ellos.
En los primeros estadios, que abarcan los 4 a 5 primeros
meses, se adquieren algunos hábitos simples. Si bien existe una noción de
espacio, es fragmentaria y no hay diferencia entre el mundo externo de la
realidad y el mundo interno experiencial. Existen impresiones de deseo, de
espera, de éxito o de fracaso: existe una conciencia de sucesión de desarrollo
de las etapas de un acto, pero cada acto forma un todo aislado de los otros. A
su vez, cada sucesión consiste en un deslizamiento desde la fase de deseo hacia
la fase terminal de éxito o de fracaso, que es sentida sólo como presente. De
esta manera, la duración es exclusivamente psicológica: no hay sucesión de
hechos afuera del yo, ya que no hay límite entre la propia
actividad y las cosas. A partir de sus primeros hábitos el lactante es capaz de
realizar dos operaciones que interesan a la elaboración de las series
temporales: coordina sus movimientos en el tiempo y efectúa algunos actos antes
que otros en su orden regular; por ejemplo, abre la boca antes de succionar.
Por otra parte, a partir del segundo estadio puede coordinar sus percepciones
en el tiempo, como volver la cabeza al oír un sonido y tratar de ver la fuente
que lo emitió.
Piaget afirma que es importante separar el punto de
vista del observador de aquel, del sujeto. Para el primero, los actos del niño
se ordenan en el tiempo, pero no existe evidencia de que la sucesión sea
percibida como tal por el niño. El niño puede llegar a ordenar sus actos en el
tiempo sin percibir ninguna sucesión que ordene los acontecimientos.
Piaget considera que en los dos primeros estadios
de maduración lo que el niño siente es una duración de las acciones que
realiza. Esta duración se confunde con el desarrollo mismo del acto, pero no
implica un antes ni un después, ni una medida
de intervalos.
A partir del tercer estadio (5-9 meses) el niño
comienza a actuar sobre las cosas y a utilizar las relaciones que ellas tienen
entre sí. Así como durante los dos primeros estadios el niño es indiferente a
los objetos que desaparecen de su campo perceptivo (si deja de ver una cuchara,
ésta deja de existir), durante el tercer estadio comienza a atribuirles una
permanencia, y se muestra capaz de buscarlos. También comienza a aplicar la
causalidad a las cosas: a esta edad, el niño entiende que su propia acción es
la única causa de cualquier efecto que aparezca, aunque éste no tenga en
realidad contacto alguno con él. También el espacio que percibe ahora depende
de la acción que él ejerce sobre las cosas. Percibe una sucesión de
acontecimientos cuando él los motiva. El niño del tercer
estadio todavía no es capaz de reconstruir la historia de los fenómenos
exteriores, ni de evaluar los intervalos, sino sólo de percibir la sucesión
elemental de las acciones ya organizadas.
En la cuarta etapa (9-11 meses), los objetos pasan
a ser permanentes, a existir aunque el niño no los vea. Esto lo llevará a
realizar acciones para verlos, con lo que se establecerá un nexo entre sus
actos y los sucesos externos. El tiempo, que al principio era sólo inherente a
las propias acciones, se empieza a aplicar ahora a los acontecimientos
independientes del yo. Pero esta objetivación es limitada: el "antes"
y el "después" todavía no son sistemáticos ni continuos. El tiempo
aún no es un medio común que abarque tanto a la propia acción como al conjunto
de acontecimientos, sino algo que prolonga la duración subjetiva de las
acciones del niño. A esta altura, su memoria le permite reconstruir series
breves de sucesos independientes del yo, pero aún no puede reconstruir la
secuencia de los fenómenos del mundo externo.
La mayor parte de las conductas del quinto estadio
aparecen alrededor del año. El tiempo ya no se aplica sólo a las acciones que
vinculan al niño con los objetos, sino que llega a ser el medio más general.
Las cosas ya no son espectáculos a disposición del niño, sino que se organizan
en un universo permanente. A esta altura del desarrollo, la causalidad
trasciende la subjetividad, el niño es menos egocéntrico.
Si bien el tiempo se hace general y se extiende a
todo el campo de la percepción, el niño no puede todavía evocar el pasado. Los
momentos que no han dejado huella perceptiva no pueden ser recordados.
Finalmente, en el sexto estadio de construcción de
la realidad (18-24 meses), el niño puede evocar recuerdos, y
los puede ubicar en un tiempo que comprende también su historia. De ahora en
adelante, su propia duración se sitúa en referencia a la duración de las cosas,
lo cual posibilita el ordenamiento de los momentos del tiempo y su medida con
respecto a puntos de vista externos.
Piaget (1961) afirma que el lenguaje y la
socialización contribuyen a crear las nociones de duración y sucesión, y a
transformar al tiempo en continuo y universal. Aparece la noción de
flujo temporal continuo, la conceptualización temporal como una
función cognitiva que madura con la experiencia y con el crecimiento, y que
llevará a concebir la duración como el sentido subjetivo del paso del tiempo.
También considera que el niño adquiere la posibilidad de captar la experiencia
física de la duración, que aparece representada por su propia edad, o la edad
de los que lo rodean.
En resumen: la temporalidad del
adulto no es espontánea, sino que se adquiere a partir de las experiencias de
pérdida, y está ligada a la posibilidad de hablar, pensar y hacer. Sin embargo,
la temporalidad del adulto no ha sido la misma para el cazador de la Edad de
Bronce que para el filósofo griego o para el hombre del siglo XX. Los
tiempos del hombre han ido evolucionando a lo largo de la historia. En el
próximo capítulo veremos, por lo tanto, cómo fue evolucionando la noción del
tiempo que tenemos en nuestros días.
NOTAS
1 J.Lacan,
en El tiempo lógico (1966) describe tres tiempos: El instante
de ver, el tiempo de comprender y el momento de concluir. Sus comentarios
acerca del tiempo se vinculan al problema de la identificación y la
constitución del sujeto. Podemos advertir sin embargo, que más que "tres
tiempos", se trata en realidad de tres aspectos de la subjetivación y de
la intersubjetividad.
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