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lunes, 16 de agosto de 2021

La narración de la postmodernidad

 “¿Cómo he llegado hasta aquí? 

Esta no es mi casa”: 

La narración de la postmodernidad 

Manuel Almagro Jiménez 

La frase inicial del título de esta introducción está tomada de “Once in a Lifetime” una canción del grupo Talking Heads. En ella, el líder de la banda, David Byrne nos dice “You may ask yourself, well, how did I get here?” y más adelante nos vuelve a interpelar con “You may tell yourself, this is not my beautiful house”. Las páginas que siguen, y la colección de ensayos para la que quiere servir de presentación, son precisamente un intento de responder a lo que se plantea en la cita de esa canción, mediante una “narración” de la postmodernidad. 

Para empezar, esta cita refleja lo que muchos piensan sobre lo postmoderno, sobre la postmodernidad: que ésta no es realmente su casa, que de alguna manera éste no es el sitio adecuado para ellos, aunque temporalmente se sienten obligados a vivir aquí, pero en la esperanza de que algún día podrán volver a su verdadero hogar, del que por alguna razón desconocida han sido expulsados, como si fueran habitantes de un jardín edénico original en el que no había disonancias, o del que han tenido que salir porque quizás ese hogar ahora está en obras. Ese hogar (es decir, ese punto de referencia, ese origen que explica y nos explica) no es otro que nuestra vieja y querida modernidad. 

El uso de este título también refleja algo propio del discurso postmoderno, cual es la mezcla de estilos diversos y sobre todo de diversa categorización en la jerarquía de la cultura. En este caso, se trata del uso de un referente en la cultura popular para un texto, el de una colección de ensayos realizada por profesores universitarios, que, en principio al menos, se halla en una categoría cultural bastante alejada del de la música popular. Pero, claro, aquí todo empieza a embarullarse, a ser menos claramente definible en términos de categorías, y sobre todo se vuelve más complicada la separación estricta entre categorías, pues da la casualidad de que David Byrne es uno de los compositores de música pop/ popular que uno más rápidamente estaría dispuesto a etiquetar como postmoderno por su uso mestizo de diversos estilos en la música contemporánea, por su incansable intento de crear una música difícilmente reducible dentro de una categoría, otra paradoja que añadir a las anteriores. 

La cultura popular tal vez sea el sustrato común que todos, en mayor o menor medida, compartimos, en contraste con otro tipo de cultura, digamos más elitista, que es compartida por un número más pequeño de personas. Esto, a priori, no debe implicar un juicio de valor sobre la calidad de unos productos culturales y otros. No es infrecuente que la factura de unos productos culturales sea más elaborada que la de otros, y ello ha hecho que la cuestión de la dificultad se esgrima a veces como barrera categórica entre un tipo de cultura y otro. Igualmente, esta diferenciación entre productos culturales se ve cuestionada cuando nos enteramos de que uno de los grandes santones de la música popular como Bob Dylan es propuesto para uno de los mayores galardones canónicos en el campo de la literatura, el Premio Nobel. 

Para superar esta dicotomía podríamos sencillamente decir que compartimos experiencias culturales de diversa índole, que esa diversidad crea contradicciones, pero que esas contradicciones no son percibidas ni vividas como algo traumático sino como parte del carácter multirreferencial de la experiencia vital cotidiana en la que nada tiene un significado único, como ilustra la siguiente anécdota que tiene como protagonista a James Joyce. El escritor irlandés paseaba un día por París cuando un joven le reconoció y deprisa se acercó para decirle: “Permítame estrechar la mano que escribió Ulysses”, a lo que Joyce contestó: “Le advierto, joven, que esa mano también ha hecho otras cosas”.

 Una mano, pues, no es importante para su dueño porque realice una sola actividad y las diferentes actividades que realiza están presentes simultáneamente como potencialidades que coexisten sin ningún problema. La anécdota en última instancia desmitifi ca el fetiche de los procesos de creación del arte, y también por otro lado viene a ensalzar la imbricación del arte en lo mundano, en lo cotidiano, es decir, la coexistencia de lo sublime y lo escatológico, lo uno junto a lo otro, compartiendo los mismos instrumentos, el mismo cuerpo. De ahí mi propuesta de hablar de la cultura no como de una serie de compartimentos estancos sino como de un espacio común en el que simultáneamente caben diferentes objetos culturales, en el que tienen lugar diferentes experiencias culturales de manera no necesariamente organizada, y en el que los objetos no siempre tienen un sentido o un valor unívoco. La postmodernidad, además de muchas otras cosas, es asimismo un espacio cultural en el que diferentes sujetos comparten diferentes objetos mediante diferentes discursos. Hablar de ciertas características de la postmodernidad es ya una manera de iniciar una narración de la misma, en este caso a través de la disección de alguno de sus rasgos definitorios(la mezcla intertextual de estilos). También podríamos hacerlo a través de su carácter experiencial (es decir, la experiencia de vivir en un tiempo postmoderno), o a través de la opinión que subjetivamente podamos tener de esa experiencia (si nos gusta más o menos e incluso hasta qué punto aceptamos que vivimos en esta época postmoderna). 

Pero hay otras maneras de construir una narración de la postmodernidad, aunque antes hay que hacer algunas advertencias. En primer lugar, tengo que señalar que estoy convencido de que no es posible en el caso que nos ocupa una narración conducente a una definición que sea no problemática, es decir, que pueda funcionar casi independientemente del contexto en el que se formula. La culpa de ello no está en nuestra (in)capacidad para tales ejercicios retóricos sino en el objeto mismo que queremos defi nir. Y ello es así, al menos, por tres razones: en primer lugar por la relativa proximidad del fenómeno o espacio cultural que intentamos definir y cuyos contornos aún no acertamos a discernir con absoluta nitidez. En efecto, la postmodernidad sigue siendo el tiempo en el que vivimos y con respecto al cual, por tanto, no tenemos aún la suficiente distancia crítica. En segundo lugar, la narración que se intente llevar a cabo tendrá mucho que ver con el área cultural específico que dentro de la postmodernidad se quiera representar, un ejercicio que sin duda nos llevará por historias, genealogías, y narrativas muy diferentes entre sí. Finalmente. la última difi cultad es en realidad el primer obstáculo con el que nos encontraríamos, y se trata del término mismo, “postmodernidad” o “postmodernismo”, que desde el inicio sugiere una fi liación con la “modernidad”, con el “modernismo”, algo que no ocurre con otros términos como “romanticismo” o “novela victoriana”, por ejemplo. El problema es que esa fi liación no es unívoca, sino que debe ser definida a su vez, pues no queda claro si la relación es una relación de tipo cronológico o lo que el término expresa es una relación de carácter estético (como continuación o como oposición a lo anterior).

Es por todo esto por lo que quiero aprovechar el juego de palabras que se crea aquí a propósito del término de “narración”: narrar los hechos es lo que nos puede pedir un juez en un juicio con el fi n de “establecer la verdad”; pero narrar los hechos es también lo que hace el historiador cuando intenta recrear una verdad, en su caso, histórica; y narrar los hechos es asimismo lo que hace cualquier buen novelista, engarzándolos en una secuencia de curso inevitable. Pero quiero reivindicar esa expresión, “narrar los hechos”, también para lo que yo hago aquí en este momento (y para lo que los demás autores en este volumen harán cada uno en su caso y desde su perspectiva), y reivindicar ese carácter de “fi cción” que la organización de los hechos en una narración tiene en todos los ejemplos antes mencionados. Dicho de otra manera, ya sea para declarar ante un juez, para describir un acontecimiento histórico, para escribir un cuento, para explicar un tiempo y un espacio como la postmodernidad: en todos estos actos estamos implicados en la creación de una ficción que conduce a una representación de algo que de manera diversa puede estar conectado con lo real. Todas son ficciones, pero ocurre que una ficciones son más verdaderas que otras, es decir, generan representaciones que parecen corresponderse más que otras con nuestra propia experiencia de lo real. No sólo eso: como demostró Borges en “Pierre Menard, autor del Quijote”, una misma ficción puede significar dos cosas completamente diferentes en función de ese marco de referencia cultural que el lector utilice para certificar su validez y corroborar su certeza. Un última consideración. En este tipo de representaciones que tienen que ver con el devenir de los procesos culturales, con la descripción o construcción de mapas relativos a espacios poblados por objetos culturales del signo que sean, dichas representaciones sólo pueden tener un carácter efímero, temporal, válido hasta una nueva actualización. Su cualidad fundamental reside precisamente en ser tan sólo (y no es poco) una aproximación a lo real mismo, en otorgar un carácter tentativo a la representación, en reconocerse como mapa del territorio y saber que no se es el terrritorio mismo. Y que por ello esa representación puede ser reemplazada por cualquier otra que desde un espacio o un tiempo diferente consiga generar una representación que funcione como alternativa a la anterior. Dado que siempre cabe la incorporación de nuevas parcelas de la cultura, la descripción se puede cerrar sólo provisionalmente. 

Y aún así, con todas estas salvedades, podemos intentar crear una representación que en este caso consiste en la narración de la postmodernidad, es decir, la delimitación de ese espacio antes mencionado, la defi nición de ese tiempo, desde el punto de vista no de los productos culturales que podríamos etiquetar como postmodernos, sino más bien desde la perspectiva de los textos que con una carácter marcadamente crítico o teórico se han ido escribiendo, generando al calor de la postmodernidad, motivados en gran medida por la sencilla pregunta de “¿qué es eso?”. 

Una manera definitoria de responder a esa pregunta consiste en hacerlo de una manera sesgada, es decir, contestando a otra pregunta, una que no sido formulada pero que de alguna manera está implícita en la que sí se ha hecho. Podríamos contestar a “qué es eso?” contestando a otra pregunta como “¿cuándo comenzó?” o “¿cómo se inició?”, en el convencimiento de que contestar a la segunda es ya una manera de decidir la respuesta a la primera. En otras palabras, la pregunta sobre el origen en gran medida exige establecer no sólo una genealogía sino también consecuentemente una historia, una sucesión de eventos que se producen a partir de ese punto original y que de alguna manera son explicables a partir de él, y fi nalmente crean una (respuesta sobre la) ontología. 

Sin tener que remontarnos al mito de la caverna de Platón, uno de los sospechosos habituales en ciertas narrativas, se podría señalar un determinado momento (en realidad una idea o un texto) como ese momento inicial en el que, a la manera de un Big Bang, todo el potencial de desarrollo posterior se hallaba condensado. Ese punto original se hallaría en la conocida propuesta o diagnóstico del fi lósofo alemán Friedrich Nietzsche de que “Dios ha muerto”, que, a la manera de un forense, de forma breve y concisa certifi ca la muerte de toda metafísica en la que fundamentar las razones últimas de cualquier existencia. Diversos fi lósofos del siglo XX, como Michel Foucault o Jacques Derrida, ha propuesto una manera de mirar las cosas, la cultura, el sujeto, que implica un severo cuestionamiento de las ideas recibidas, de los valores y marcos conceptuales que han sido predominantes en la sociedad occidental durante siglos. Pero en realidad en ese cuestionamiento no son originales sino más bien el resultado de una dinámica iniciada ya a fi nales del siglo XIX en la obra de Nietzsche, fi lósofo del que los anteriormente mencionados se sienten explícitamente deudores. Este trazo que inicia el fi lósofo alemán es continuado hasta nuestro tiempo por otros fi lósofos, como ya se ha dicho, y nos permitiría pensar en esta descripción de la postmodernidad como una que está caracterizada por la muerte de toda metafísica y de todo sistema de referencias y valores 

Podemos pensar, sin embargo, en narraciones alternativas. Por ejemplo, podríamos decir que de manera simbólica la postmodernidad comienza en 1945, con la destrucción de las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Nunca hasta ese momento se ponía ante cada uno de nosotros el aspecto más terrible de la guerra, es decir, no ya la posibilidad de desaparecer individualmente sino incluso la posibilidad cada vez más real de desaparecer como especie, arrastrando en nuestra destrucción a la totalidad del planeta. Por primera vez en su historia la raza humana podía prescindir de la intervención divina de la mitología para encontrarse con una posibilidad muy real de provocar la muerte de una manera absoluta. Lo de Dios con el diluvio universal fue un juego de niños en comparación con la potencia devastadora de las bombas atómicas, algo, por cierto, que más allá de coyunturas políticas más o menos pacífi cas todavía está presente en nuestras vidas cotidianas, como de vez en cuando podemos ver en alguna película. 

Otra narración alternativa es la que se organiza en torno a la idea de que después de Auschwitz ya no es posible el arte. Esto conlleva implícita la idea de que el arte tiene, si no como misión, sí al menos como efecto indudable e inevitable el de convertirnos en mejores personas, pues toda persona expuesta a la benéfi ca infl uencia de la cultura es automáticamente convertida en una persona moralmente superior. El arte, pues, está intimamente relacionado con la ética y la moral en una relación directamente proporcional fácilmente discernible. De ahí que resulte un visión intolerable y llena de horror la de los guardianes de los campos de concentración escuchando música clásica en sus ratos de ocio antes o después de realizar su trabajo de gasear prisioneros. (Entre paréntesis, obsérvese a su vez la perversidad de esta visión del arte: se implica que aquellas personas, ya sea en nuestra misma cultura o en otra distinta, que no han estado en contacto con los valores que el arte (occidental?) rezuma y transmite son personas de una cualidad primitiva y cuyos marcos de referencias de toda índole son necesariamente poco elaborados o sofi sticados y por ello obligatoriamente sustituibles). 

Pero además, esta convicción de la imposibilidad del arte tras la catástrofe moral de la Segunda Guerra Mundial en cualquiera de estos episodios requiere la premisa, discutible por lo demás, de que el arte está directamente condicionado por la realidad histórica hasta el punto de que no puede superar determinados condicionamientos, como en este caso el horror de los campos de concentración o la destrucción masiva de civiles con bombas atómicas. La prueba de que eso es discutible es precisamente la continuación de la producción artística a niveles tan importantes como en épocas anteriores y con una capacidad de imbricarse en las cuestiones contemporáneas tan potente como en otros tiempos. Por otro lado, ¿por qué hechos históricos como los mencionados han de tener el privilegio de establecer esa imaginaria línea divisoria, y no otras catástrofes sociales igualmente importantes, como anteriormente la 1ª Guerra Mundial o la Guerra Civil Española, y con posterioridad la de Vietnam, la de Ruanda, el 11 de Septiembre, la situación en Oriente Medio o, por ejemplo, la fosa común en la que se ha convertido el estrecho de Gibraltar? Desde luego, si se admite ese condicionamiento del arte ello implicaría que en diferentes culturas las relaciones entre arte y realidades históricas tendrían una naturaleza bien diversa y no podríamos establecer una regla defi nitoria que sirviera en todos los casos. 

Estas dos narraciones alternativas (la de Hiroshima y Auschwitz, llámemolas así) tienen un denominador común, y es que ambas son el fruto de lo que podríamos designar como las contradicciones de la modernidad. Es decir, son un ejemplo de los peores extremos a los que el ideal de la Ilustración, con su énfasis en la razón, es capaz de llegar. El discurso científico, como corporeización ideal de ese concepto de razón, acaba produciendo una bomba capaz de aniquilar el planeta y, por otro lado, nos permite diseñar un plan para metódicamente ir asesinando a millones de personas en la llamada “solución fi nal”. 

Una narración alternativa es la que afronta el problema de la postmodernidad en términos morales, y que en muchos casos lleva a muchos a decir que efectivamente “ésta no es mi casa”. En esta línea de argumentación se trata fundamentalmente de establecer si lo postmoderno es algo bueno o es algo malo. Para comparar la cualidad de este (falso) problema, cámbiese el adjetivo “postmoderno” por el de “romántico” o “neoclásico” y se revelará que esa argumentación no tiene mucho sentido dado que en muchas ocasiones el término “postmoderno” se utiliza como descalifi cación que siempre tenemos dispuesta a mano para etiquetar aquello que por una razón u otra nos disgusta. Esto está muy relacionado con el uso popular del término postmodernismo o postmoderno que puede también ser problemático. El catálogo de “desgracias culturales postmodernas” no es escaso: las hallamos en el cine, la literatura, la arquitectura, la fotografía, etc., y hay quien utiliza el término para referirse a productos culturales poco “convencionales”. Y es algo que además desgraciadamente alcanza a las (buenas) costumbres, creándose una situación en la que resulta imposible llega a compartir unos mínimos valores. Otras veces el término puede usarse de manera peyorativa, casi para indicar el origen de todos los males que pueden aquejar a una sociedad, que da la sensación de haber perdido unos valores aparentemente insustituibles a favor de otros más superfi ciales y que de forma breve se califi can como “light”. Añádase a ello la “perversidad” de cuestionar determinadas categorías culturales predeterminadas a favor de otras menos representadas o valoradas, y la refl exión sobre lo que consituye la fuente de autoridad de un sujeto al ofrecer una opinión y se podrá apreciar que la postmodernidad es la madre de todas las maldades. 

Pero lógicamente también cabe la opinión contraria, o al menos la que complementa la anterior y que resalta los efectos benéfi cos para diversas áreas de la cultura y el pensamiento de una actitud postmoderna a la hora de analizar una serie de fenómenos sociales y culturales en las sociedades contemporáneas, y reconocer las ventajas que cierto descentramiento de nuestros puntos de vista ha tenido a la hora de representar grupos sociales que no siempre tuvieron acceso a la existencia cultural, que en muchas ocasiones nunca antes habían tenido un lugar en el mapa de la sociedad. Daré un par de ejemplos de lo que estoy comentando. Comenzando por este segundo aspecto, me parece evidente e indiscutible a esta alturas la importancia de escritores y fi lósofos, como Derrida, Foucault, Baudrillard, la feministas francesas, Said o Spivak, y más allá, Heidegger o Nietzsche, a la hora de construir un paradigma científi co dentro del campo de las humanidades que permite la representación de zonas de lo real que hasta ahora no habían sido atendidas en su justa medida, como la situación de la mujer, la situación del sujeto colonial, y la situación de la cultura popular, por poner tres ejemplos clave. 

Pero, claro, no se trata simplemente de “descubrir” un nuevo sujeto a representar (como si estuviéramos descubriendo un nuevo territorio a cartografíar y explotar): se trata sobre todo (y aquí me refi ero al primer aspecto mencionado) de la posibilidad de ejercer ese descentramiento del punto de vista antes aludido que permite cuestionar el punto de vista canónico constituido de manera tradicional como centro, con todos sus atributos. Uno de los cuales es precisamente su carácter metafísico, es decir, su capacidad para fundamentarse en “verdades” que se sitúan más allá de todo cuestionamiento posible. La metafísica hace posible el surgimiento del fundamentalismo, del cual hay muchas versiones, tanto políticas (de cualquier signo) como religiosas (de cualquier inspiración). 

La sentencia de Nietzsche (“Dios ha muerto”) es totalmente pertinente en este punto pues niega que la existencia de esa verdad se lleve a cabo en lo real. El postestructuralismo sugerirá más tarde que esa existencia es puramente textual, pues todo texto se refi ere en última instancia otro texto. Esto nos ofrece los instrumentos conceptuales para señalar cómo, incluso allí donde en apariencia no hay lugar para este tipo de disquisiciones, como es el discurso que debe ordenar la investigación científi ca, nos encontramos un caso en el que concurren estos conceptos. Piensen en la siguiente situación: alguien, aterrorizado por el conocimiento de la muerte cierta y por el desconocimiento de lo que pueda haber tras ella, construye una narración que atenúe su desasosiego. Alguien, veinte siglos después en nuestra sociedad contemporánea occidental, lee ese texto y a partir de él toma decisiones que condicionarán la vida (y la muerte) de otras personas, que quizás también hayan leído ese mismo texto y crean que contiene algo de verdad (nunca mejor dicho), pero que quizás conozcan ese texto y no le den más valor que el de una historia más acerca de la relación entre una cultura y su dios. 

No se trata de consideraciones ociosas sino muy reales que tienen su impacto sobre los individuos en una sociedad, cuando un gobierno prohibe la investigación con células madre, algo que en estos momentos es la única esperanza para los pacientes de determinadas enfermedades. Pues bien, frente al discurso de progreso que proponen los científi cos, lo único que puede argumentar ese gobierno es su confi anza (su fe) en la certeza de lo que dice el texto en el que fundamenta su verdad, un texto que por lo demás tiene como único valor el hecho de que se refi ere a sí mismo o a otros textos asimismo autorreferentes. El paradigma conceptual que nos propone el postmodernismo nos ayuda a desvelar el carácter esencialmente cultural, es decir, no metafísico, de las “verdades” que el centro (y esta vez no hay juego de palabras) construye y que quiere hacer pasar como incuestionables. 

Las anteriores no son las únicas narraciones posibles de la postmodernidad. A ellas habría que añadir la que se propone en este volumen de ensayos. Quizás una forma de describir el fenómeno sea, en lugar de crear una gran (meta)narrativa que abarque numerosos ámbitos, proponer diferentes micronarrativas que desde diferentes ángulos y perspectivas creen una representación multidisciplinar que de manera kaleidoscópica nos ofrezca una representación quizás paradójica pero dinámica y sufi cientemente operativa. Dado que la postmodernidad no se limita a un área específi ca de la cultura, la idea de un enfoque interdisciplinar, que pusiera de relieve la manera en que el fenómeno tiene una proyección transversal en numerosos ámbitos de la cultura, podría resultar un enfoque muy apropiado. Así, cada mirada, cada representación, podría servir de espejo en el que otras miradas se podrían refl ejar. Ello además pondría de relieve la manera en que la postmodernidad ha alcanzado su madurez, como se puede ver en el lenguaje que la construye, en el conjunto de conceptos que construyen y articulan un mapa que describe y cartografía un territorio de la cultura contemporánea, un tiempo de nuestro quehacer actual. A lo largo de los trabajos que siguen se suceden una y otra vez el uso y la apelación a términos que forman una constelación de palabras que arrojan luz sobre el objeto de estudio y lo enmarcan en una estructura de significación. 

No debemos olvidar que una narración siempre tiene ese carácter mitológico, no porque trate de asuntos inventados, irreales, inexistentes, sino porque tiene esa cualidad de creación explicativa que permite que lo fragmentario e inconexo acabe teniendo, si no sentido, al menos un sentido. Y, por otro lado, tampoco debemos olvidar el carácter constructivista de nuestras narraciones, que no sólo explican el mundo sino que en el proceso de explicarlo no pueden evitar decir algo sobre nosotros mismos, a la manera en que la decoración de nuestra casa también habla sobre nosotros mismos. La postmodernidad quizás no sea nuestra casa, pero no hay duda de que en ella estamos, y que no dejamos de decorarla con nuestras narraciones, nuestras ficciones y nuestras fantasías, manifestando así nuestro deseo inconsciente de que tenga un toque singular que exprese nuestra propia personalidad. Tal vez acabe siendo el único sitio en el que con el tiempo nos sintamos cómodos.


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